16 mayo, 2016

China: la Revolución Cultural y otros aniversarios

Después de una larga pausa, regreso a mis Reflexiones Orientales en una fecha y un año donde se cumplen aniversarios de acontecimientos trascendentales en la historia de la República Popular.

Efectivamente, un 16 de mayo de hace cincuenta años, el Comité Central del Partido Comunista de China reunido en Beijing en sesión ampliada aprobó un comunicado que marcaría el comienzo de la llamada oficialmente Gran Revolución Cultural Proletaria, de la que también este año se cumplen cuarenta años de su finalización. 

Si 1966 marcó el comienzo de un movimiento político que sacudió todas las estructuras del país y la vida diaria de su población, una década más tarde, y tras la muerte de Mao Zedong el 9 de septiembre, en 1976 se da oficialmente por terminado lo que ahora oficialmente se conoce como “los diez años del caos”.

Mi llegada a China se produce a mediados de 1975, o sea en la fase final de la Revolución Cultural. Los años más convulsos y violentos de la misma –entre 1966 y 1969- ya habían pasado; habían sido años de grandes movilizaciones de millones de “guardias rojos”, años de violencia física contra todo lo que representaba “lo viejo”, contra los llamados “seguidores del camino capitalista” dentro del Partido Comunista, años con centros de enseñanza cerrados, años donde se vivió con más fuerza que nunca el culto a la personalidad de Mao Zedong.

Sin embargo, la Revolución Cultural no había terminado en 1975 y, a medida que se acercaba la muerte de Mao, se agudizaba la lucha interna en el Partido y el Gobierno sobre cuál era el rumbo que debía tomar China tras la desaparición del llamado “Gran Timonel”.

Nuestra llegada coincidió con un movimiento de “crítica a Lin Biao y Confucio” al que siguió otro de crítica a la novela clásica china “A la orilla del agua” que escondía una crítica velada por parte de la Banda de los Cuatro a Zhou Enlai, quien fallecería en enero de 1976.

En abril de 1976 fuimos testigos de manifestaciones en la Plaza de Tiananmen en recuerdo de Zhou Enlai, que fueron reprimidas violentamente por las “milicias obreras” y que llevaron a una nueva caída en desgracia de Deng Xiaoping y lanzaron otro movimiento político: “la lucha contra el ala derechista que quiere revocar los veredictos tomados” (en la “Revolución Cultural”)

La China de 1975 era en muchos sentidos, y sobre todo en sus aspectos externos, otro país si la comparamos con la que es hoy la segunda economía del planeta.

Beijing, nuestra residencia desde julio de ese año, era una ciudad prácticamente plana –salvo unos pocos kilómetros en el centro de la misma- con millones de bicicletas –casi todas iguales- recorriendo sus calles junto con carros tirados por caballos, muchos camiones del Ejército, y unos pocos autos –todos ellos con cortinas en sus ventanas- de fabricación nacional –el famoso “Bandera Roja” que ahora ha vuelto en su versión moderna para los dirigentes del país, y la marca Shanghai- algunos rusos y polacos y unos Mercedes Benz negros.

Durante el día, el caos del tráfico hacía de Beijing una ciudad ruidosa, mientras que por la noche se transformaba en una urbe oscura apenas se ponía el sol. Los únicos carteles que se veían en la ciudad eran de vivas al Presidente Mao, al Partido Comunista, a la Revolución Cultural y al “invencible Marxismo-Leninismo y Pensamiendo de Mao Zedong”.

La foto de Mao, aparte de en la famosa plaza de Tiananmen, estaba prácticamente en todos lados, principalmente en las entradas de los edificios, y salas para actos públicos, mientras que dentro de instituciones con grandes superficies –algunos Institutos de Enseñanza o fábricas- se levantaban estatuas del dirigente.

La mayor parte de la población vestía con la conocida en Occidente como Chaqueta Mao –en gris o en azul- y muchos llevaban en sus solapas escarapelas con diferentes figuras de Mao o con citas del dirigente como “servir al pueblo”.

El horario oficial de trabajo era de ocho horas diarias seis días a la semana y parte de ese tiempo era utilizado para el llamado “estudio político”.  Los días festivos eran el 1 de enero, el 1 de mayo o la Fiesta Nacional del 1 de Octubre, aparte del año nuevo chino que era el período del año donde se tenían más días de vacaciones.

La comida y los artículos de primera necesidad o de uso frecuente (el aceite, las prendas de algodón, las bicicletas) estaban racionadas salvo para los pocos extranjeros que residíamos en la ciudad. Eran años además en que los alimentos dependían de las estaciones ya que prácticamente no existían invernaderos en el campo ni heladeras en las viviendas de la población. Así, mientras que en verano la ciudad se inundaba literalmente de sandías, en invierno lo hacía de coles.

No existía libertad de movimiento para la población entre diversas regiones del país, ni los ciudadanos tenían Documento Nacional de Identidad por lo que para realizar cualquier trámite había que usar el carnet de trabajo o de estudiante o una llamada “carta de presentación” de la entidad donde estaba asignado el interesado.

Era común ver a matrimonios separados geográficamente –por las “necesidades del Partido y de la revolución”- que, con suerte, se veían una vez al año coincidiendo con el año nuevo chino.


Cartel publicitario sobre la Revolución Cultural

La figura del Presidente de la República había desaparecido con la Revolución Cultural y con la muerte en cautiverio de su último presidente, Liu Shaoqi, así como la del Secretario General del Partido Comunista de China. Todos los organismos oficiales, centros de producción y de enseñanza estaban dirigidos por los llamados Comités Revolucionarios, mientras que las Comunas Populares, con sus brigadas y equipos de producción eran el órgano de poder en el campo.

En lo internacional, cuando llegamos a Beijing, China ya había ganado dos importantes batallas diplomáticas: había sido reconocida en 1971 como miembro de las Naciones Unidas, y había hecho que Estados Unidos rompiera el hielo y el presidente Nixon viajara a la República Popular en 1972. Hubo que esperar sin embargo hasta el fin de la Revolución Cultural para que China y los Estados Unidos establecieran relaciones diplomáticas.

La URSS se había transformado para China en un estado “socialimperialista” que buscaba la hegemonía mundial, y en su peor enemigo, mientras que la pequeña Albania era el principal aliado de la República Popular, junto con Corea del Norte, Vietnam, y algunos de los estados más independientes de la URSS en Europa Oriental, como Yugoslavia o Rumanía.

Ahora, ni la plaza de Tiananmen es la misma que en 1975 y Beijing se ha transformado en una ciudad en muchos aspectos inhabitable por el tráfico y la polución; un bosque de edificios modernos, un mar de coches. Prácticamente lo único que queda de entonces es el retrato de Mao colgado en el edificio principal de la plaza de Tiananmen.


Detrás de esa modernidad, sin embargo, detrás de esos radicales cambios, sigue existiendo una China similar a la que descubrimos en el 75 y que es difícil de explicar. Es la misma China donde los gestos son importantes, donde aún hay que leer entrelíneas, donde muchas veces las cosas no se dicen directamente y donde sigue siendo muy difícil saber qué está pasando y mucho menos predecir qué pasará.

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